Desde que comencé a escribir de Economía, hace ya tantos años que casi no quiero acordarme, cada mes de septiembre me he preguntado lo mismo. ¿Por qué los medios conceden tanta cobertura a la presentación del borrador de los Presupuestos Generales en el Congreso de los Diputados? Sin duda, su contenido es muy importante: recoge cuánto prevé ingresar y gastar el Estado el siguiente año. Pero de lo que se presenta ese día a la redacción final hay años que media un abismo. Esos cambios finales se publican en diciembre y entonces apenas se habla del tema.
La clave de su importancia no está, por lo tanto en los números, está en la política. Que el Gobierno de turno consiga la aprobación de este documento es clave para su continuidad en el poder. Tal vez por eso el rito se mantiene. Algo descafeinado, eso sí, desde que llegó la tecnología y todo el contenido cabe en un minúsculo lápiz de memoria (pendrive). Para alegría del medioambiente ya es historia aquellos funcionarios descargando camiones, repletos de ingentes cantidades de papel, frente al Congreso.
Con parafernalia o sin ella, lo cierto es que la última semana de septiembre apenas es un paso más en el camino del diseño de los Presupuestos Generales, desde el punto de vista de las cuentas económicas. El proceso es mucho más largo y el trabajo se multiplica por delante y por detrás, aunque la actual mayoría del partido gobernante facilita el trámite desde septiembre hasta diciembre, que es cuando realmente estarán terminados.
El pistoletazo de salida se da en torno al mes marzo. En ese mes en el ministerio de Economía trabajan a toda máquina para configurar el cuadro macroeconómico. Algo así como la hoja de ruta de la economía española para el siguiente año. En él debe ‘adivinarse’ cómo evolucionará el PIB, el empleo, los gastos, los ingresos. Se suele revisar de nuevo en verano para un mejor ajuste de las previsiones. Para configurarlo se tienen en cuenta, además de la información interna del Gobierno, las previsiones de los organismos internacionales (FMI, OCDE, etc.).
Mientras, el Presidente del Gobierno y los ministros marcan las líneas prioritarias de gasto. Sean cuales sean las pautas generales, en este momento, el objetivo de cada ministro es conseguir el máximo presupuesto para su área. Después, le toca al Presidente y, sobre todo, al Ministro de Economía, atemperar las pasiones de sus colegas de gabinete. Siempre, el exceso de un ministerio debe ser compensado con la contención del otro. Pero mucho más en los actuales tiempos de austeridad.
No sólo los ministerios piden su parte, también están todas las entidades públicas sujetas a financiación privada (desde la Seguridad Social, hasta el Museo del Prado, pasando por el Instituto de Comercio Exterior, por ejemplo).
En todos estos organismos, los departamentos de Finanzas se pasan la primavera estudiando las cuentas para identificar todas las necesidades futuras y argumentarlas con la mayor solvencia posible, y también para presentar con una base sólida la procedencia de los ingresos previstos. Pero es en el mes de junio cuando parte de este trabajo se queda en el cajón. En ese mes, el Gobierno aprueba el techo de gasto. En concreto para el próximo año será un 3.2% inferior al de 2014.
Por supuesto, en ese momento a nadie le cuadran las cifras. Los técnicos de Economía que llevan años encargándose del diseño del presupuesto no paran de contar anécdotas sobre las artimañas de los distintos ministerios para arañar céntimos. Una de las más escandalosas que se ha llegado a ver fue el ‘olvido’ de la partida de sueldos. Es decir, dejar de incluir la cuantía de las nóminas en el presupuesto para que parezca que están más aliviados. Todo el mundo sabe que nadie va a consentir que los funcionarios no cobren, aunque eso pueda suponer una partida extra, una vez aprobado el presupuesto.
La estrategia no coló. La crisis ha agudizado el ingenio, pero también el control. «El marcaje sobre el gasto es ahora demasiado estricto como para que un fallo de estas características pueda ocurrir», comentan los técnicos. El concepto de apretarse el cinturón está más que asumido. Y como ocurre en cualquier familia, si alguien quiere algo, siempre debe renunciar a otra cosa.
El mes de septiembre sirve para poner todo en orden y presentarlo ante el Congreso de los Diputados. Para un Gobierno como el de Mariano Rajoy, que tiene mayoría absoluta, el trabajo está casi terminado. Aunque este año hay una novedad. El Proyecto de Presupuestos Generales debe ir acompañado de un informe de la recién creada Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal. En él se debe recoger el análisis que este grupo de expertos ha realizado sobre el contenido de los Presupuestos y la conclusión de si son o no creíbles. También es posible que contenga recomendaciones de cambios. Según la ley, en caso de que se produzcan esas recomendaciones, el Gobierno debe introducirlas o explicar razonadamente porqué no lo hace.
El siguiente trámite es que el Congreso dé el visto bueno al proyecto de Presupuestos para que éstos sean definitivamente aprobados a final de año. Cuando los gobiernos no tienen mayoría absoluta este es el paso más complicado. Es casi como la reválida para seguir en el poder. Un gobierno en minoría siempre tiene que buscar apoyos políticos para que voten a favor de sus presupuestos. Tal vez por eso esta es, como decíamos al principio, la foto más importante del curso político.
Cuando eso ocurre, la lucha por sacar de una caja para incluirla en otra se libra en intensas reuniones entre los responsables de Economía de los distintos partidos políticos. Pero en la situación actual, en el mejor de los casos, los representantes del Partido Popular mantienen contacto con los otros grupos para valorar si alguna de las propuestas que hacen es o no asumible. La mayoría absoluta evita las negociaciones a cara de perro que se producían en legislaturas con menor estabilidad política. El actual apoyo con el que cuenta el Gobierno le permite sacar adelante su propuesta, incluso, en el caso en el que todo el resto del arco parlamentario estuviera en su contra.
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