Le falta algo de carácter a La deuda para ser otra contundente película antisistema, de denuncia; una de esas cintas indignadas nacidas de la injusticia histórica ahora revalidada por la situación socioeconómica mundial, que nos retrotrae a los peores momentos de la historia de cada país y sus desoladores ciclos de depresión financiera con devastadoras consecuencias para las clases más desprotegidas, siempre eslabones débiles de la cadena social. Le falta algo de convicción y, tal vez, algo de poesía, para convencer y sobrecoger tanto por el contenido como por la forma, y no quedarse en un alarido de protesta que se pierde en la inmensidad de la altiplanicie peruana, explotada – ésta también- por los intereses multinacionales en detrimento de los personales. ¿Cómo puede luchar un agricultor contra un despacho de Wall Street? ¿Cómo un caballo y una llama contra un helicóptero? ¿Cómo la necesidad y la supervivencia contra la ambición y la avaricia?
No desvelaremos cuáles son los intereses de los unos y los otros, pues el guion esconde algunas sorpresas en forma de giros argumentales que no queremos avanzar, aunque sean algo evidentes y, quizás, lo más artificial y endeble del relato. Pero vale la pena quedarse con el trasfondo humano del relato, con la idea de que aun perdiendo la partida, la dignidad nos mantendrá vivos para continuar luchando. Un mensaje que sirve para cualquier contexto, y que el film ubica en tres escenarios muy diferentes y a distintos niveles: la sociedad limeña de los desfavorecidos, los campesinos de alta montaña y los ejecutivos yanquis. Tres escenarios poblados por vencedores y vencidos, aunque moralmente el resultado siempre sea muy discutible.
Aunque si tuviera que elegir yo recuperaría También la lluvia (Iciar Bollaín, 2010), La deuda sacudirá algo sus conciencias, les propiciará un dramático relato sobre la dignidad humana y su némesis, y disfrutarán del mejor trabajo del poco prolífero Stephen Dorff, muy alejado de sus papeles habituales, pero que aun así no puede contrarrestar la verdad en la mirada de un “no” actor como el peruano Ariel Cayo. Dolor en estado puro.
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