Si le concedemos credibilidad a las historias que nos narran las películas basadas en hechos reales, habrá que considerar como una verdad absoluta el axioma según el cual la realidad siempre supera a la ficción. Y el último ejemplo es Gold, la gran estafa, que supuestamente narra el caso verídico de una empresa minera que salió a bolsa y batió todos los récords históricos del parqué neoyorkino tras hallar en Indonesia la mina de oro más grande del mundo, aunque no hubiera ni una onza en realidad. Un fraude multimillonario que dejó en evidencia tanto a Wall Street como al Gobierno y a los principales medios de comunicación USA, que se hicieron eco del sorprendente hallazgo y el inmediato éxito bursátil. Y hasta aquí podemos leer para no incurrir en ningún spoiler irreversible, aunque no me resisto a decir que el desenlace expele un incómodo tufillo a cuento de hadas. En la reciente Juego de armas tuve idéntica sensación, no sé si la recuerdan.
En cualquier caso, a Gold le falta personalidad narrativa. Es algo estática, discursiva, le falta pegada y atrevimiento. La supuesta empatía que los soñadores transmiten, sobre todo cuando son perdedores, nunca nos perturba durante ni nos sobrecoge después. Nos da un poco igual. Tal vez porque a los dos protagonistas les falte algo de carisma. Cosa rara en la reciente y notable trayectoria de McConaughey (Mud, Dallas Buyers Club o la televisiva True detective), que incluso se deja eclipsar por el hierático Edgar Ramírez.
El film se sustenta en la intriga de saber cómo acabará la aventura empresarial a la desesperada de un hombre que se deja guiar más por sus convicciones que por su instinto, de muy dudosa fiabilidad; y aunque el relato nunca se desinfla por completo, hay ciertas reiteraciones y vueltas a lo mismo que resultan redundantes y quizás innecesarias. Pero aunque de corte algo televisivo, es un pasatiempo que funciona.
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